Alcancé a comer la mitad de
aquel emparedado, lo que me obligo a permanecer más tiempo sentada de lo que
había planeado. Había un misterio que yo no conocía, un misterio estaba a punto
de develarse. Un hombre de mediana edad, de aspecto enfermizo y ojos
desorbitados cruzo la puerta. Pregunto si alguien hablaba español, pero el
dependiente de la tienda, de acento árabe, dijo que no. Yo, no dude en
entrometerme, por lo que le ofrecí mi ayuda para que pudiera ordenar.
En dos minutos me contó su
historia: que acababa de salir del hospital, que llevaba rato caminado, que
tenía mucha hambre y sed y no tenía dinero para pagar. Toda la felicidad de mi
corazón se vio ennegrecida y opacada cuando lo vi llorar. Brotaron lágrimas de
sus ojos que lucieron aún más desorbitados que al principio. Me hablaba con
desespero y angustia. Mi corazón se compungió, me sentía llorar junto con él:
¿Cómo podía yo estar tan feliz y tan llena, mientras alguien era tan miserable
por tener el estómago vacío? Por momentos mientras me hablaba, sentí un ligero aliento
alcohólico. Pero eso no me detuvo a ordenar otro sándwich grande para él. Me
partió el alma verlo beber la soda con tanta rapidez. Presiento que aquél
hombre mintió en parte de su historia, pero de una cosa pude estar segura: el
pobre tenía hambre y estaba desesperado, su llanto le salió del alma. Y yo
tengo el corazón de suficientemente de pollo, para que no me importe si su
historia era inventada o no.
Sentí que no sólo
era hambre en el estomago lo que él tenía,
sino también hambre en el corazón. Recordé el versículo cuatro, del
capítulo cuatro de Mateo: "No sólo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios". Por eso le conté un poquito
de Dios cuando me preguntó porque hacía todo eso por él; le pedí que nunca desconfiara de la
providencia del Señor. Deseó que sus
hijas fueran como yo y el corazón se me hizo mierda un poco más. Sentí pena por
él y por sus hijas. Nunca nadie debería de penar así, mucho menos sí se tiene
hijos. Pensé en mis padres y pedí porque ellos nunca tuvieran que pasar por una
situación así. No es tan difícil lo que Dios espera de nosotros, creo yo. El
cuarto mandamiento es claro: “Honra a tu padre y a tu madre, para que se
prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar” (Ex 20,
12). El
hombre nunca debería abandonar a sus padres.
“Ser hombre, significa ser con
los demás” y de acuerdo a Joseph Gevaert “en su significado más profundo y
genuino, significa que el hombre no está nunca solo”. Es verdad que la
definición del hombre debe basarse en cuanto a su relación con otros hombres,
pero no en el sentido físico de estar acompañado o no, si no en cuanto a su
capacidad de darse a los demás para dar y recibir amor. Dar amor nos dignifica
como seres humanos y al mismo tiempo nos hace dignificar a los que nos rodean
al recibir recíprocamente de ellos el amor que nosotros mismos les entregamos.
Aquél hombre zigzagueante
siguió su camino con su sándwich en la mano. Yo seguí el mío, mientras lo veía
hacerse chiquito por el espejo retrovisor. Yo sabía que tal vez al día
siguiente él no se acordaría de mí, aun así yo esa noche recé por él. Lloré un
poco su tristeza. Esperé que al menos se acordara del mensaje de Dios y se
aferrara a Él. Al día siguiente me comí el sándwich con aguacate que me había
sobrado el día anterior. Me supo mucho mejor.
Poco después decidí contar la historia que me hizo aceptar que soy una
buena samaritana con corazón de pollo y confirmar la frase con la que firmo
todos mis e-mails: La grandeza del
alma radica en el amor que procuramos a las criaturas de Dios. Decidí contar la
historia de aquel hombre de ojos
desorbitados y tristeza en el alma que me permitió entender lo que significa
ser con los demás.