Esta mañana me miré en el espejo detenidamente. Vislumbré un par de
arrugas que no había antes debajo de mis ojos; deslicé mis dedos una y otra vez
para ver si lograba aplanarlas, pero no tuve éxito alguno. Me atiborré el
semblante de crema anti-edad y deseé que nadie me viera hasta que mi piel hubiera
absorbido toda la crema y mis arrugas hubieran desaparecido. No me hizo ninguna
gracia que mi marido me llamara su “Cougar” cuando me miró parada frente al
espejo; mi humor se amargó. Luego miré mis ojos castaños y me pregunté si
realmente son ellos el reflejo de mi alma; igual sí con el paso de los años el
alma se arruga también. Me levanté dubitante y reflexiva.
Me canté las mañanitas yo misma porque nadie me las había cantado aún. Cuando
bajé, abrí la ventana del patio y le pedí a Chente que me cantara con su
hermosa voz, porque no hay nadie que entone las mañanitas mejor que él. Lo puse en repeat-mode y a todo volumen, hasta que me harté de él; por lo
menos me canto unas diez veces. Después, puse a La Original Banda el limón en
Pandora para que me consintiera por el resto del día. Mis vecinos debieron
odiarme, pero fue mi manera sutil de vengarme de ellos por hacer sus fiestecitas
a deshoras constantemente o por dejar que el reggaetón que escuchan sus hijos adolescentes (los vecinos de un
lado) o su música de negros (los vecinos
del otro) retumbe en mis paredes esos días en los que trato de concentrarme y estudiar
para mis exámenes.
Me recosté en el sofá y observé los rayos de sol que traspasaban el
ventanal de mi pequeño patio. No todos los días se cumplen tres décadas, me
pensé, sintiéndome un poco nostálgica y triste por la inminente perdida de mis
veintes. Pensé en el gemelo y lo extrañé; lo imagine soplando las velitas de su
pastel sin mí y a mí, soplando las velitas de mi pastel sin él. Recordé
aquellos días en los que competíamos para ver quien apagaba el mayor número de
velitas. Extrañé a mi familia y deseé que nos canten las mañanitas; extrañé también
los pasteles de Bety Casellas de tres leches o de fresas hechos con merengue
real y no con chantillí.
Después de un rato echada sin hacer más nada que mirar el techo y pensar
en las diferentes posibilidades para convertirme en cangrejo o vampiro y así
lograr la inmortalidad, resolví no pasar la mañana de mi treintavo cumpleaños
pensando pendejadas y sintiéndome aislada del mundo cual monje ermitaño. Por
eso me armé de valor para hacer mi aparición mágica por el mundo cibernético y
enchufé mi vida al ordenador y al celular: me conecte al Facebook, al Messenger
y al WhatsApp. Socialicé cuan largo fue el día; contesté todas las llamadas y
mensajes con prontitud. Me pareció que era más divertido perder el tiempo en el
ciberespacio. Aproveché la falta de responsabilidades y el exceso de tiempo
este viernes para reanudar mi escritura que por meses había estado en el
olvido. Mi humor cambió, aunque las arrugas de mi cara no desaparecieron.
Me deseé un
feliz cumpleaños. Decidí que ya no cumpliría 25 años más, que ya era justo subir
dignamente el escalón. Pensé que tal vez era mejor no luchar contra el tiempo,
que tal vez, había que abrazarlo y dejarse llevar por él. No podía ser tan malo
llegar a ese tercer nivel. Después de todo siempre es mejor acumular años y arrugarse
como pasitas, a no llegar a viejo jamás.