Emily era en el fondo de su
alma introvertida, tímida, un tanto temerosa. Frecuentemente, sufría de
verborrea crónica por eso, nadie lo notaba. A veces, hablaba con su gente; a
veces, con desconocidos. Algunas otras, hablaba con su mascota favorita como si le
hablara a un niño de cinco años. También hablaba con sus plantas, especialmente
si su mascota favorita había sido descortés y las había maltratado y
mordisqueado sin reparos. Si encontraba una flor nueva, le daba piropos y le
mentía diciendo que no había visto ejemplar más hermoso; las respiraba una y
otra vez hasta sentir que se acababa sus aromas. La hacía muy feliz deleitarse con la
naturaleza. Muchas veces, cuando no había nadie alrededor, Emily hablaba consigo
misma. Algunas veces, se recriminaba por
perder el tiempo pensando en nimiedades de la vida que tontamente le causaban
estrés, sobre todo si el monologo interno ocurría mientras hacía quehaceres que
los adultos llamaban importantes. Otras, examinaba a profundidad la condición
de su alma, sobre todo desde que aprendió que
la boca hablaba de lo que le sobraba al alma. A veces, hablaba con Dios
y le pedía que no la dejara decir idioteces. Le daba miedo ser como aquellas
jóvenes que sólo sabían hablar de boberías como maquillaje y zapatos de tacón.
Y no es que tuviera nada en contra de los zapatos de tacón que le hacían lucir
sus hermosas piernas más largas y torneadas de lo normal, aunque le dieran
dolor en los dedos, los tobillos y las rodillas. Pero por si acaso, le pedía a
Dios el don del silencio, especialmente cuando algún comentario malicioso o
demasiado simple pasaba por su mente. Emily no era siempre buena, pero Dios escuchaba sus
súplicas; por eso, de repente callaba. Y cuando lo hacía con intención, se
sentía inteligente; otras veces, no había intención alguna, simplemente callaba
con aspecto distraído. Y cómo no hacerlo, con ese pensamiento suyo tan intruso
que no la dejaba nunca en paz, que la distraía a cada rato. Y vaya que la distraía,
especialmente cuando hablaba con él y en su mente imaginaba que le recitaba
todos los poemas de amor que había escrito pensándole. No sentía nervios, ni se
le olvidaban los poemas que sabía de memoria y había practicado en su mente una
y otra vez, esperando el día que por fin, los recitara. Imaginaba que él
llegaba con las flores más coloridas y
más hermosas que jamás hubieran existido, como si alguien les hubiera
hablado afablemente desde su nacimiento y las hubieran cuidado con el mayor
amor que podía existir. No entendía como podía haber gente que fuera
indiferente ante las flores siendo tan delicadas y calladas, pero a la vez
expresivas; tal como a veces lo era Ella. Emily hablaba con él y todos los días
se juraba que se armaría de valor para gritarle que lo amaba, para robarle un
beso y todo lo que él le permitiera. En su distracción total, ella soltaba un
par de risitas al aire que luego tapaba con sus manos con la sola idea de este
pensamiento. Le contaría que lo había estado esperando toda su vida, aunque
esta fuera corta y las primaveras floridas vividas no fueran muchas. Sonaba
romántico y eso le gusta a Emily. Le
haría reír, le contaría sus historias y le susurraría al oído un par de te amos
y uno que otro poema más. Sabía que nunca se le acabarían, al igual que el
resto de sus palabras. Emily sufría de una verborrea crónica que era difícil de
parar una vez que la empezaba. Podía hablar largas horas de manera desinhibida con
la gente, sus animales, sus plantas y consigo misma. Podía hacerlo excepto
cuando lo veía a él en la realidad, que la hacía callar sin ayuda de Dios, la
hacía olvidarse de sus poemas y la hacía sentirse especialmente introvertida,
tímida y un tanto temerosa de hablar…