Ella miraba su cuerpo yerto, tirado quisiera decir en medio de la mar
para que sonara romántico, pero era más bien a la orilla de la calle. Lo miraba
incrédula, sin saber qué hacer, ni cómo moverlo para que aquel cuerpo ya sin
vida no fuera atropellado de nuevo. Cuando yo los encontré, no había mucho que
hacer. Miré aquella pata y no tuve consuelo alguno para ella. Era como si ella,
con su pequeño cerebro patuno, entendiera que su compañero de vida la había
dejado para siempre. Continué viendo la imagen a través del espejo retrovisor
con los ojos vidriosos. La tristeza de aquella imagen, digna de publicación del
National Geographic, se tomó con la cámara de mi corazón, se guardó en el álbum
de mi mente para siempre. Sentí el pesar de la nueva viuda. Lloré camino al
trabajo, como si aquel animalito muerto hubiera sido mío. Como si hubiera
tenido patos toda mi vida. Aquella imagen me rompió el alma. Un alma que se
había resquebrajado ya hacia un mes atrás con la zarigüeya mamá, aunque su
historia parecida, tuvo un final muy distinto.
Encontré la zarigüeya mamá oliendo la calle con un caminar errático y
lento, con un comportamiento atípico de una zarigüeya mamá. Yo detuve mi andar
para observarla. Quizá fue Venus más inteligente que yo para deducir lo
sucedido porque se echó a lado de la bicicleta como entendiendo que su paseo
recién comenzado, estaba a punto de acabar. Yo observaba preocupada cómo aquel
animal olfateaba el piso de aquella avenida, como si estuviera olfateando fruta
fresca, en la libertad de una pradera que no ofrece peligro alguno. Fue hasta
que alguien me gritó que un carro la había atropellado cuando todo tuvo sentido.
Mi corazón palpito con desespero, con ese desespero que me hace sentir el aire
falto y poca clara la conciencia. El animalito olfateo un par de veces más y de
repente, cayó a media calle dramáticamente, como si entendiera qué parte de la
historia se estaba contando. Me armé de valor, dejé un lado la cordura y con
mis dotes de policía de bajo sueldo, logré dirigir el tráfico para que no la
atropellaran de nuevo. Ya que la tuve fuera del inminente peligro de otro idiota
conductor, descubrí la naturaleza de su estado: aparte de mal herida, era mamá;
cinco o seis colitas le colgaban la panza y se le movían por dentro de la bolsa,
mientras ella seguía en estado de shock. Tuve que empezar a llorar porque no me
queda más remedio cuando estas situaciones pasan. Después de un par de llamadas
sin éxito, me atreví a llamarlo a él, quien
se apiado de mí y de mi alma atribulada, más que la del animalito aquel, esa mañana
de domingo que resultaba más como madrugada para él. Fue más eficiente que yo
para encontrar un sitio donde curaran animales salvajes y nos llevó ahí sin
reparos, afligido por mis llantos y sollozos y un tanto, motivado por la alegría
de saber que si nos llevaba ahí lejos donde Bob, las probabilidades de estar de
vuelta a tiempo para ir a la iglesia serían casi nulas.
Si fuera más joven, guapo y delgado, hubiera besado al señor Bob, quien
fue el único que respondió a nuestro desesperado llamado de auxilio: SOS. Revisaron
a mamá zarigüeya y nos dieron buenas esperanzas porque su columna vertebral
estaba intacta. El animalito y sus crías estaban ya en buenas manos, pero la
tristeza se había apoderado de mi alma: ¿Qué podía haber en el alma de aquella
persona que atropelló a mama zarigüeya y
no se detuvo a auxiliarla?, ¿acaso no tenía alma?, ¿si lo tenía, por qué no se
detuvo a ver si podía hacer algo por aquel animalito?, ¿cómo alguien podía ser
tan indiferente hacia el sufrimiento animal?, ¿acaso aquella vida animal y la
de sus crías no tienen el mismo valor que la de cualquier otro ser ante los
ojos de Dios?, ¿Tenemos derecho los seres humanos a invadir los espacios
naturales y llenar de edificios para luego, justificar nuestros actos diciendo que los
invadidos somos nosotros?, ¿Hasta qué punto nuestros deseos y “necesidades” son
suficientes para justificar todos los atropellos que se cometen en contra de
los animales y la madre tierra? No, no era nostalgia de nada, era depresión
total. Rebatía en mis adentros aquel pensamiento hermoso de la vecinita que un día
me dió tratando de infundir ánimos en mí. ¿Y cómo no iba a deprimirse mi alma si se le
presentaba con una realidad tan cruel y dura como la de aquella mañana?
Ojalá mi pequeña sobrina de tres años algún día entienda mis razones
para no celebrarle la foto de aquellos pescaditos que con sorprendentes destrezas físicas atrapó en un
vaso de plástico a la orilla del mar. Ojalá mi hermano haya devuelto, como prometió,
a esos pescaditos a su lugar de origen, antes que amanecieran flotando en el
vaso. Ojalá mi sobrina no piense que su tía
está loca por cruzar intempestivamente tres carriles para salvar al iguano que
iba pegado en el parabrisas de su carro, antes de que volara como Superman por
la carretera de alta velocidad. Ojalá no piense que su tía se deprime por nimiedades.
Si tan sólo entendiéramos, si tan sólo. Amar la naturaleza significa
respetarla. Respetar la vida de cualquier ser viviente, no importa lo
insignificante que pueda parecer, es una enseñanza de compasión que deberíamos transmitir
a nuestros hijos. Respetar la vida tiene un gran valor, no sólo para el ser
humano, sino también para aquel animal a quien se le ha permitido seguir
viviendo. ¡Respeta la vida animal y
recuerda la compasión se enseña con ejemplo!
Johanna Ku-Britton