sábado, 14 de junio de 2008

Las pequeñas de papá




A un padre maravilloso, en su día.

Difícilmente recuerdo la canción infantil del vestidito azul que él me cantaba después del baño. El vestidito azul era mi preferido. Lo era porque él me lo decía y yo, pequeña, le creía todo lo que él me decía. El vestidito azul, lo recuerdo a cada detalle: sus tablones, sus tirantes, sus botones, sus pequeñas flores. Él también le solía cantar a ella la misma canción. Su vestido era igual al mío, a diferencia del tamaño (más pequeño) y del color (amarillo), por eso, la versión de su canción había sido un tanto, modificada. No sé si era el preferido de ella, pero bastaba cantarnos para que nosotras quisiéramos usar dichos vestiditos. Lo cierto es que a él le gustaba vernos vestidas así.

¿Y tú quien eres, eh? Me preguntaba todo el tiempo porque le gustaba la respuesta que siempre le contestaba: “Soy la chingada chiquitita”. Yo le contestaba como si no entendiera aquel insulto que la frase encerraba. Seguro la ingeniosa e inconveniente respuesta él me la enseño, por eso reía orgulloso cada que yo la repetía.

Él todo lo sabía, por eso era capaz de contarme mis aventuras del jardín de niños como si hubiera estado ahí viéndolas: Siempre sabía cuando me quitaba los zapatos y corría descalza por el área de juegos, cuando comía galletas de más o cuando dormía dentro del salón de clase (¡Diablos, mi futuro desesperanzador y desastroso podía verse desde ahí!). ¿Y cómo lo sabes, papi?, le preguntaba inocentemente. ¡Ah, me lo contó un pajarito!, esa era siempre su respuesta. Yo imaginaba un pajarito que sobrevolaba con las alas abiertas el jardín y observaba todo lo que yo hacía y que luego, volaba a él para contarle todo. ¡Maldito pajarraco bocón!, lo bueno que en mis años de mayores travesuras supo mantenerse callado...

Él jugaba con todos nosotros como un niño más. Se entretenía tanto jugando “busca-busca” (escondidillas) como nosotros. La casa era grande, por eso la diversión duraba horas. Nuestro escondite preferido era la repisa más alta del clóset del cuarto de atrás, todos siempre queríamos meternos ahí, por eso nos pillaban rápido. Él siempre tenía maneras más ingeniosas de desaparecer, por eso, terminábamos todos siendo buscadores y nos pasábamos largos ratos tratando de hallarlo en nuestros escondites conocidos. Una tarde, estuvimos a punto de llamar a mamá para pedirle disculpas y avisarle que habíamos perdido, sin querer, a papá. No lográbamos hallarlo por ningún lado. De repente, nos quedamos con los ojos saltones y la boca abierta: grata fue nuestra sorpresa cuando, debajo de aquellas prendas que estaban en el piso y que para nosotros habían pasado tan desapercibidas, él apareció. ¡Qué tramposo!, le gritamos los cuatro y fuimos corriendo tras de él. ¡Con cuánta alegría recuerdo esa tarde de juegos!

A ese señor siempre le gusto mucho divertirnos de chicos, por eso nos hacía “hot-cakes” de animalitos, nos cortaba la sandía de formas extrañas o hacía caritas felices sobre el huevo estrellado. Hasta la fecha le gusta divertirnos, por eso nos cuenta chistes y cosas graciosas.

Creo que debió ser profesor de profesión. Me ayudo a leer la tarea del kínder hasta que pude leerla yo sola: “El pato nada en el lago”, me repetía lenta y reiteradamente a la vez que me recordaba las vocales y las consonantes de la frase una por una. La imagen de al lado de la frase sugería exactamente eso: un pato feliz nadando en un lago. ¿Qué tanto nada?, me preguntaba con ganas de ahogarlo para que ya no hubiera frase que repetir y papá me dejara ir a jugar con los demás.

Me explicó los números romanos unas cien veces en la primaria y me sentó a hacer mi tarea, a pesar de que yo pensaba que no eran necesarios y que para leer la hora, podía usar reloj digital.

En la secundaria, supe en clase de física que existían las leyes de la atracción, la velocidad y la aceleración, pensé ilusa, que podrían servir para conquistar, de manera pronta, al chico nuevo que se sentaba a tres sillas de mí, pero sin duda alguna papá se encargo, no sólo de de sacarme de ese tremendo error, si no que además de explicarme que la única química a la que debía poner atención era la que impartía la maestra dentro del salón de clase.

Sin duda alguna, descifro para mí los misterios incomprensibles del algebra preparatoriana y me invito a estudiar, digámoslo así, de una manera sensata y motivante: ¿Ves este libro?, me dijo señalando un libro grueso de algebra al que los maestros solían llamar “Baldor” , siéntate a estudiar que si truenas te mando a escuela de gobierno. No necesitaba más, por eso regrese a casa con un cien en ese examen.

Nunca ha dejado de sorprenderme su enorme paciencia y vaya que entre mis hermanos y yo lo pusimos no una, sino mil veces a prueba, pero él no la perdía fácil, nunca lo hizo.

Gracias a él aprendí a conducir, por eso, su pobre carrito tiene un golpe en la parte trasera, golpe que yo prometí arreglar y hasta la fecha no lo he hecho. Siempre ha sido muy condescendiente con sus hijos, por eso, aquel día ni siquiera me regañó a sabiendas que fue mi culpa y más bien, se limito a preguntarme como había ocurrido aquel accidente.

Jamás olvidare cuando le dije de mi primer novio. “Tiene que venir a hablar conmigo y pedirme permiso”, me dijo. Yo no logre convencerlo por nada del mundo de que cambiara de opinión, ninguno de mis argumentos fueron validos: “papá, esas son cosas de viejos”, ¿Para qué va a venir a hablar?, ¡Prefiero no tener novio, entonces! Por eso, sólo conoció a dos de de ellos: al primero y al último, con el que me casé. Bueno, me tenía que ahorrar, a como diera lugar, la letanía tan bochornosa. Se lo tomaba muy en serio: ¡Qué horror, papá!

Le encantan los niños, nunca lo ha ocultado. Ciertamente, con la mitad de sus hijos casados, aunque no nos lo diga directamente, sé que le ilusiona ser abuelo, por eso me mira con ojos de borrego a medio morir y lanza sus insinuaciones: “Soy el único de mis hermanos que no tiene nietos”. “Ay no papi, ahí hay dos de tus hijos que todavía pueden meter la pata” le digo señalando a mis dos hermanos solteros, “o dile al mayor, a mí no me mires”, le respondo alborotada. ¡Si papi, lo acepto!, es mi venganza dulce, pero cruel por aquellas platicas bochornosas a las que nos sometiste a mi hermanita y a mí, para dejarnos tener novio.

Si, él se da cuenta que ya hemos crecido. Pero en cierto modo, sé que mi hermanita y yo seguimos siendo sus pequeñas, aunque ahora usemos vestidos de mujeres y no de niñas. Por eso ahora en vez de cantarnos, nos platica. Por eso ahora en vez de cuentos, nos da consejos. Pero, seguimos siendo sus pequeñas, por eso todavía nos toma de la mano cuando caminamos juntos o cuando cruzamos la calle, nos toma de la mano como cuando niñas, como si en verdad lo fuéramos. No me molesta, por eso no lo suelto. No sé si a ella le moleste, pero tampoco lo suelta. Supongo que no. A él le gusta sentir que somos sus pequeñas y a mí, sin duda alguna, todavía me gusta sentir que sigo siendo la pequeña de papá.




JKO

lunes, 2 de junio de 2008

MI TIERRA, SU COMIDA Y SU CALOR



Mi país natal, bizarra sensación volver a él después de estar más de un año fuera. Un tiempo que, hay que mencionar, se me hizo eterno.

En el vuelo de ida me propuse firmemente, en primera instancia y a como diera lugar, hacer llegar a mi poder (y a mi boca) unos sabrosos tacos. Pero no cualquier tipo de tacos, tenían que ser al pastor, de esos que tanto me gustan. Así me lo propuse y así fue. Mis hermanos no tuvieron objeción en consentir a la recién llegada. Ni la hora (casi media noche), ni el lugar (Cancún) y, cabe mencionar, ni el precio, fueron propicios para el amor (amor que puede llegar a nacer entre mi persona y un buen plato de comida). Tampoco el sabor. No, no estuvieron tan buenos como mi mente retorcida lo imaginó todo el camino, aún así, a mí me supieron a gloria. Al punto, que me permití la grosería de chuparme los dedos a media cena.

¿Y cómo no habrían de saberme a gloria, si después de la exhaustiva búsqueda durante la misión secreta “Buscando tacos decentes en los Yunaites”, no sólo me tope con los peores malhechores, tacos desabridos, imitaciones “chafas” nada baratas, sino que además, como símbolo de desesperación y falta de cordura y sensatez, me permití coronar con laureles y ramo de rosas en el primer lugar del pódium, a la franquicia “Taco bell” y lo hice merecedor del premio “El mejor taco”?

¡Ah! ¡La madre! ¡Qué calor!, exclamo en mi primer día de vuelta a mi hermosa ciudad Yucateca, la "Blanca Mérida", exactamente a las dos de la tarde, mientras me derrito y siento que me cuezo por dentro, sin alivio alguno, a pesar de la botella de litro de agua bien fría que llevo junto a mí. Por momentos el calor me hace desvariar y en mi delirio, me pregunto si habré muerto. Me imagino con un trajecito rojo, no con el de caperucita roja que alguna vez mi mamá me hizo de pequeña, sino más bien con uno bien pegadito que me hace ver sexy junto con mi trinchante, mis cuernitos y mi larga cola. Pero luego, es tanto el calor, que mi cuerpo con todo y mi traje lindo empiezan a arder en llamas hasta el punto de achicharrarse. Mis pecados no logran ser perdonados aún, cuando el sonido de un claxon me saca del transe. Ah sí, estoy en mi hermosa ciudad “panuchera”, me doy cuenta, no en el infierno. ¡Maldito calor de abril! Si acaso existiera el infierno, segura estoy que tendría una temperatura promedio a la de Yucatán. Por eso, me doy el lujo de portarme mal, total que ya estoy acostumbrada a las temperaturas infernales.

Definitivamente no extrañé el calor en lo más mínimo. Pero cuánto extrañé el sabor de un sabroso platillo yucateco. Panuchos coloridos y bien servidos y salbutes de carne molida del mercado de Santiago del puesto de Don Marquitos; esos vaporcitos de Montejo hechos por Oscar y su familia bañados en salsa de tomate recién preparada; exquisitos tacos de relleno blanco cortesía de Doña Elda, la abuelita de poncho; huevos motuleños remojados en salsa de tomate y frijol, salpicados de jamón, queso y chícharos, del restaurante de Don Manuel, en Motul; ese tamal colado y esos panuchos del pueblo de paso, donde paramos a cenar (por cierto, los más baratos que me encontré); ese pip de Oxcutzcab, hecho a la leña y fuera de temporada, que Miguel y su esposa Ana María, tan amablemente, mandaron a hacer especialmente para mí (¡Gracias chicos!), sopa de lima humeante y queso relleno de carne molida preparado a la perfección, sabrá Dios por qué ángeles, que se sirvió en la fiesta de clausura de la Cámara de Comercio; brazo de reina con pepita y hoja de chaya, longaniza con cebolla roja, naranja agria y unas tortillas recién salidas del molino, polcanes, tacos de relleno negro, tortas de carne asada, empanizado y cochinita pibil. Bueno, ¡Tendrían que haber estado ahí conmigo, para que supieran de lo que les hablo! ¡Ah, manjar de Dioses! Si acaso existiera el cielo, segura estoy que tendrían comida como la de Yucatán. Por eso, trato de portarme bien, a pesar del calor.

¡ABRE LA LATA Y DEJANOS BAJAR!, grita mi hermanita con un dejo de histeria, en la parte trasera del “volcho” de mi hermano. Fue una manera sutil, pero vil de castigar al gemelo por no tener aire acondicionado en su carro y habernos obligado a subir en él con esas temperaturas. “¡La lala laaaata, la lala laaata!” canto yo a manera de burla después de su exclamación. Ella y yo nos soltamos a carcajadas, sobre todo después de ver la cara de indignación que nos puso el gemelo por haber insultado a su carrito así. ¡Bonita época en la que elegí para ir: en la del calor más intenso! Claro que la bebida de chaya con limón, ese día de tanto calor, nos supo más sabrosa.

Una parte de México se vino conmigo a mi regreso. No en mi alma, sino en mis maletas, de contrabando. Salsas picantes, botana y dulces enchilados, cacahuates enchilados y los nipón (¡No, no hay aquí!), panecitos y galletas Bimbo y Marinela, quesos, tostadas, dulces típicos mexicanos, concentrados para preparar horchata, jamaica y tamarindo, bebidas embriagantes (Bienvenidos a mi casa Licor de Nance y X’tabentun)…y claro, tortillas congeladas para preparar panuchitos (el mayor de mis orgullos que sobrevivió a la aduana y a la “migra” americana). Un pedazo de rosca “Brioch” también se coló en mi bolsa de mano sin problemas.

¡Viva el aire acondicionado y la comida chatarra que traje de Mérida! Ojalá nunca se acabara, pienso alegre e ilusamente, mientras a bocanadas de jugo de tamarindo trato de quitarme la quemazón de la boca por comer tanta botana enchilada. Con cada palanqueta me como a México, con cada charrito a Yucatán. ¡Qué recuerdos tan gratos vienen a mí, mientras embuto mi boca de cosas sabrosas! Mi panza está un poquito más prominente de lo normal y me arde levemente, pero no me importa. La época de las vacas flacas, de la rana (Ranitidina) y de la añoranza llegarán. Mientras tanto, no me queda otra opción dada mi felicidad del momento que gritar: ¡Viva mi tierra y su comida sabrosa, manjar de Dioses, pecadores y gordos!

JKO