lunes, 8 de julio de 2013

EL VALOR PARA LA ZARIGÜEYA MAMÁ


Ella miraba su cuerpo yerto, tirado quisiera decir en medio de la mar para que sonara romántico, pero era más bien a la orilla de la calle. Lo miraba incrédula, sin saber qué hacer, ni cómo moverlo para que aquel cuerpo ya sin vida no fuera atropellado de nuevo. Cuando yo los encontré, no había mucho que hacer. Miré aquella pata y no tuve consuelo alguno para ella. Era como si ella, con su pequeño cerebro patuno, entendiera que su compañero de vida la había dejado para siempre. Continué viendo la imagen a través del espejo retrovisor con los ojos vidriosos. La tristeza de aquella imagen, digna de publicación del National Geographic, se tomó con la cámara de mi corazón, se guardó en el álbum de mi mente para siempre. Sentí el pesar de la nueva viuda. Lloré camino al trabajo, como si aquel animalito muerto hubiera sido mío. Como si hubiera tenido patos toda mi vida. Aquella imagen me rompió el alma. Un alma que se había resquebrajado ya hacia un mes atrás con la zarigüeya mamá, aunque su historia parecida, tuvo un final muy distinto.

Encontré la zarigüeya mamá oliendo la calle con un caminar errático y lento, con un comportamiento atípico de una zarigüeya mamá. Yo detuve mi andar para observarla. Quizá fue Venus más inteligente que yo para deducir lo sucedido porque se echó a lado de la bicicleta como entendiendo que su paseo recién comenzado, estaba a punto de acabar. Yo observaba preocupada cómo aquel animal olfateaba el piso de aquella avenida, como si estuviera olfateando fruta fresca, en la libertad de una pradera que no ofrece peligro alguno. Fue hasta que alguien me gritó que un carro la había atropellado cuando todo tuvo sentido. Mi corazón palpito con desespero, con ese desespero que me hace sentir el aire falto y poca clara la conciencia. El animalito olfateo un par de veces más y de repente, cayó a media calle dramáticamente, como si entendiera qué parte de la historia se estaba contando. Me armé de valor, dejé un lado la cordura y con mis dotes de policía de bajo sueldo, logré dirigir el tráfico para que no la atropellaran de nuevo. Ya que la tuve fuera del inminente peligro de otro idiota conductor, descubrí la naturaleza de su estado: aparte de mal herida, era mamá; cinco o seis colitas le colgaban la panza y se le movían por dentro de la bolsa, mientras ella seguía en estado de shock. Tuve que empezar a llorar porque no me queda más remedio cuando estas situaciones pasan. Después de un par de llamadas sin éxito, me atreví  a llamarlo a él, quien se apiado de mí y de mi alma atribulada, más que la del animalito aquel, esa mañana de domingo que resultaba más como madrugada para él. Fue más eficiente que yo para encontrar un sitio donde curaran animales salvajes y nos llevó ahí sin reparos, afligido por mis llantos y sollozos y un tanto, motivado por la alegría de saber que si nos llevaba ahí lejos donde Bob, las probabilidades de estar de vuelta a tiempo para ir a la iglesia serían casi nulas.

Si fuera más joven, guapo y delgado, hubiera besado al señor Bob, quien fue el único que respondió a nuestro  desesperado llamado de auxilio: SOS. Revisaron a mamá zarigüeya y nos dieron buenas esperanzas porque su columna vertebral estaba intacta. El animalito y sus crías estaban ya en buenas manos, pero la tristeza se había apoderado de mi alma: ¿Qué podía haber en el alma de aquella persona que atropelló a mama zarigüeya  y no se detuvo a auxiliarla?, ¿acaso no tenía alma?, ¿si lo tenía, por qué no se detuvo a ver si podía hacer algo por aquel animalito?, ¿cómo alguien podía ser tan indiferente hacia el sufrimiento animal?, ¿acaso aquella vida animal y la de sus crías no tienen el mismo valor que la de cualquier otro ser ante los ojos de Dios?, ¿Tenemos derecho los seres humanos a invadir los espacios naturales y llenar de edificios para luego,  justificar nuestros actos diciendo que los invadidos somos nosotros?, ¿Hasta qué punto nuestros deseos y “necesidades” son suficientes para justificar todos los atropellos que se cometen en contra de los animales y la madre tierra? No, no era nostalgia de nada, era depresión total. Rebatía en mis adentros aquel pensamiento hermoso de la vecinita que un día me dió tratando de infundir ánimos en mí.  ¿Y cómo no iba a deprimirse mi alma si se le presentaba con una realidad tan cruel y dura como la de aquella mañana?

Ojalá mi pequeña sobrina de tres años algún día entienda mis razones para no celebrarle la foto de aquellos pescaditos que con  sorprendentes destrezas físicas atrapó en un vaso de plástico a la orilla del mar. Ojalá mi hermano haya devuelto, como prometió, a esos pescaditos a su lugar de origen, antes que amanecieran flotando en el vaso.  Ojalá mi sobrina no piense que su tía está loca por cruzar intempestivamente tres carriles para salvar al iguano que iba pegado en el parabrisas de su carro, antes de que volara como Superman por la carretera de alta velocidad. Ojalá no piense que su tía se deprime por nimiedades.

Si tan sólo entendiéramos, si tan sólo. Amar la naturaleza significa respetarla. Respetar la vida de cualquier ser viviente, no importa lo insignificante que pueda parecer, es una enseñanza de compasión que deberíamos transmitir a nuestros hijos. Respetar la vida tiene un gran valor, no sólo para el ser humano, sino también para aquel animal a quien se le ha permitido seguir viviendo.  ¡Respeta la vida animal y recuerda la compasión se enseña con ejemplo!

Johanna Ku-Britton