jueves, 18 de febrero de 2010

UN DIA EN EL SUPERMERCADO


Un jovenzuelo somnoliento y de cabello revuelto entra al supermercado con pesadumbre. A duras penas abre la puerta a la que maldice por no ser automática. Una vez abierto el espacio suficiente para dejar entrar su humanidad, suelta la puerta…en mis narices. Yo pienso que en Miami no hay caballeros, sólo caballos.

Un pequeño, colgado de una de las piernas de su madre, llora afligidamente mientras ella camina a duras penas al tiempo que empuja el carrito del supermercado. Ella le repite que no le comprara lo que pide y cada que lo hace, él llora con más hondo pesar, grita, carga un poco más su peso en la pierna de su madre y se deja arrastrar mientras hace el berrinche. Yo le sonrío a su madre, de manera cínica, como entendiendo su pesar, pero tan pronto como pasa le lanzo una mirada fulminante al niño para que se calle, que sus llantos me perturban. Él, después de mirarme, llora y grita más fuerte.

Quiero una galleta, me pide un niño no mayor de 5 años de edad. Yo me doblo para quedar a su altura y le repito sin que sus papas me vean: ¿Qué se dice? quiero una galleta y la palabra mágica POR FAVOR, le hago repetir haciendo hincapié en esta última palabra.

¡Dame!, me dice la señora cubana al tiempo que extiende la mano para que yo le sirva en ella. Yo sin mirarla siquiera, ni inmutarme por su falta de cortesía, le señalo con el dedo índice que puede servirse ella misma. Yo me olvido lo que significa servicio al cliente. Ella de las leyes de la cortesía y las buenas costumbres y come y come sin parar…y sin comprar. También me olvido de las leyes cristianas y espero que sea alérgica o que le haga mal, muy mal.

Un joven golpea con su carrito el tendón de Aquiles de un señor que va delante de él y se disculpa con sinceridad inmediatamente. El señor le grita molesto que disculparse no es suficiente, qué ponga atención para no volverlo a hacer. El muchacho sorprendido por la reacción del señor, le repite en vano que no fue su intención lastimarlo. Yo me sorprendo por la paciencia del joven y me pregunto por qué no mandó al viejo “andropausico” a chiflar a su madre. Yo en el fondo disfruto saber que le dolió el pie.

La adolescente que masca chicle como prostituta y habla por su celular en voz alta, como si nadie más estuviera ahí, le dice a su mama que está en la escuela terminando un proyecto. Le dice que ya no le vuelva a llamar porque la interrumpe. Cuando cuelga, le sonríe al muchacho mal vestido que carga una caja de cervezas y lo besa como si nadie más estuviera ahí.

El balsero que parece recién llegado a este país habla un español rústico, incomprensible. Lo hago repetirme tres veces lo que me dice, despacio. Después de descifrar, descubro que intenta coquetearme de manera burda y primitiva. Se levanta la camisa de manera poco disimulada para mostrarme su “six-pack”. Me pide que le consiga una novia como yo y le contesto que cuando la encuentre le mando señal de humo, que mientras vaya a aprender inglés o por lo menos, español. Con eso logro alejarlo y tan pronto lo hace mi compañero de trabajo y yo nos burlamos de él, de sus formas.

“Me cago en Dios” grita el español evidentemente enojado, sabrá el ofendido Dios por qué.

“Se me perdió mi mujer”, me dice el abuelito como si yo pudiera saber dónde está o la tuviera en mi bolsillo. Como a veces resulto amable, decido bromear con él: ¿Y busca a la misma, señor, o a una nueva? Él suelta sus risas y después, me guiña el ojo de manera seria y me dice q si no la encuentra vuelve por mí. Yo deseo que el hombre encuentre a su vieja y que, con ella o sin ella, se vaya al diablo de manera pronta. Decido no ser amable más y agradezco a Dios porque ya es hora de irme.

Alguien de la pescadería pone un letrero al estanque repleto de langostas vivas: “Take me home, I’m on sale” (Llévame a casa, estoy en oferta). Yo cierro los ojos cada que veo que sacan una para vender, le ponen una etiqueta con código de barras y la envuelven en plástico para poder transportarla con facilidad hasta la olla de agua hirviendo que será su patíbulo. Pregunto si les dan de comer y me dicen que no porque eso ensucia el agua; agua que mandan a limpiar una vez al mes ya que les cobran $150 (dólares) por tratarla para mantenerla a cierto pH para que las langostas no mueran. La última gota cae y el vaso se derrama cuando un cliente pregunta si llegara viva a la casa, ya que al morirse cambian de sabor. Me da asco el tipo, me pregunto si tiene alma, lo miro con repugnancia. Me armo de valor y cuando nadie me ve, le doy el pésame a las futuras occisas, les pido perdón por el pecado y empiezo a soltarles las malditas galletitas con mantequilla que debería darle al muchacho somnoliento, a los niños malcriados, a la cubana sin educación, al muchacho distraído, al viejo andropáusico, a la adolescente que masca chicle como prostituta y a su novio, al balsero, al español enojado y al viejito “ojo alegre”, pero que en realidad a ninguno de ellos deseo dar. Las hecho todas, que se den banquete las langostas. Yo espero salir libre de la fechoría porque nadie me ve. Nadie me ve excepto las cámaras que me graban en acción tirando galletas como una desquiciada. Alguien llama al jefe y minutos después el jefe me despide, que descontará el precio de las langostas de mi sueldo. Yo me siento una heroína libertadora y sonrío al pensar que mi cheque no dará para pagar todas las langostas.

En mi camino de salida un viejo gringo me pregunta dónde está el pan. No pasan ni 2 segundos y con poca paciencia me repite la pregunta lentamente con muecas exageradas y me pregunta de manera grosera, como regañándome, que si no hablo inglés. Como no llevo uniforme y oficialmente ya no trabajo ahí, me vengo (de vengarse), le respondo en inglés, y con mucha amabilidad, que no trabajo para la tienda, pero que el pan está en al otro extremo, en el pasillo trece y le indico para que lado seguir. Muero por ver su cara cuando descubra que la tienda solo tiene diez pasillos y mucho más cuando alguien más le diga que el pan está en la dos, un pasillo a lado donde él inicialmente se encontraba. Muero por ver su cara y gritarle “sucker”, pero no me quedo, así que sólo me la imagino. Me carcajeo, me apuro, me subo a mi carro y me voy.

Mi amiga educa a sus hijos con esmero para hacerlos en un futuro no muy lejano personas de bien, dignos ejemplos a seguir: no pegues, no insultes, baja la voz, no escuches conversaciones que no son tuyas, ayuda a tu hermanita, respeta, comparte, di por favor son algunas de las frases que escucho de su boca constantemente en su ardua y no remunerada labor de madre. A mí me basta un día en el supermercado para saber que todo lo que hace es en vano, que cuando uno está en la jungla, resulta mejor y más conveniente nadar con la corriente.

JKO