martes, 8 de mayo de 2012

EL CUMPLEAÑOS



Esta mañana me miré en el espejo detenidamente. Vislumbré un par de arrugas que no había antes debajo de mis ojos; deslicé mis dedos una y otra vez para ver si lograba aplanarlas, pero no tuve éxito alguno. Me atiborré el semblante de crema anti-edad y deseé que nadie me viera hasta que mi piel hubiera absorbido toda la crema y mis arrugas hubieran desaparecido. No me hizo ninguna gracia que mi marido me llamara su “Cougar” cuando me miró parada frente al espejo; mi humor se amargó. Luego miré mis ojos castaños y me pregunté si realmente son ellos el reflejo de mi alma; igual sí con el paso de los años el alma se arruga también. Me levanté dubitante y reflexiva. 

Me canté las mañanitas yo misma porque nadie me las había cantado aún. Cuando bajé, abrí la ventana del patio y le pedí a Chente que me cantara con su hermosa voz, porque no hay nadie que entone las mañanitas mejor que él. Lo puse en repeat-mode y a todo volumen, hasta que me harté de él; por lo menos me canto unas diez veces. Después, puse a La Original Banda el limón en Pandora para que me consintiera por el resto del día. Mis vecinos debieron odiarme, pero fue mi manera sutil de vengarme de ellos por hacer sus fiestecitas a deshoras constantemente o por dejar que el reggaetón que escuchan sus hijos adolescentes (los vecinos de un lado)  o su música de negros (los vecinos del otro) retumbe en mis paredes esos días en los que trato de concentrarme y estudiar para mis exámenes.

Me recosté en el sofá y observé los rayos de sol que traspasaban el ventanal de mi pequeño patio. No todos los días se cumplen tres décadas, me pensé, sintiéndome un poco nostálgica y triste por la inminente perdida de mis veintes. Pensé en el gemelo y lo extrañé; lo imagine soplando las velitas de su pastel sin mí y a mí, soplando las velitas de mi pastel sin él. Recordé aquellos días en los que competíamos para ver quien apagaba el mayor número de velitas. Extrañé a mi familia y deseé que nos canten las mañanitas; extrañé también los pasteles de Bety Casellas de tres leches o de fresas hechos con merengue real y no con chantillí.

Después de un rato echada sin hacer más nada que mirar el techo y pensar en las diferentes posibilidades para convertirme en cangrejo o vampiro y así lograr la inmortalidad, resolví no pasar la mañana de mi treintavo cumpleaños pensando pendejadas y sintiéndome aislada del mundo cual monje ermitaño. Por eso me armé de valor para hacer mi aparición mágica por el mundo cibernético y enchufé mi vida al ordenador y al celular: me conecte al Facebook, al Messenger y al WhatsApp. Socialicé cuan largo fue el día; contesté todas las llamadas y mensajes con prontitud. Me pareció que era más divertido perder el tiempo en el ciberespacio. Aproveché la falta de responsabilidades y el exceso de tiempo este viernes para reanudar mi escritura que por meses había estado en el olvido. Mi humor cambió, aunque las arrugas de mi cara no desaparecieron.

Me deseé un feliz cumpleaños. Decidí que ya no cumpliría 25 años más, que ya era justo subir dignamente el escalón. Pensé que tal vez era mejor no luchar contra el tiempo, que tal vez, había que abrazarlo y dejarse llevar por él. No podía ser tan malo llegar a ese tercer nivel. Después de todo siempre es mejor acumular años y arrugarse como pasitas, a no llegar a viejo jamás.

Subiendo los peldaños juntos: ¡Feliz cumpleaños a ti, querido hermano, y también feliz cumpleaños a mí!