jueves, 11 de noviembre de 2010

AL VOLANTE


Espinoza-Paz empieza a hablarme con voz queda, con un dejo de enfado, con lentitud; cuando la música comienza, me manda al diablo con la calma que no amerita el caso, dice que ya no soy su otra mitad. Luego, El chapo de Sinaloa, con esa voz extraña que lo caracteriza, canta en mis oídos palabras lascivas e impropias que en un momento dado me hubieren hecho sonrojar. Yo hago coro con el volumen al máximo para que mi voz se funda, o debo decir más bien se confunda, entre esas voces masculinas que pienso, me cantan a mí. Llevo las ventanas abiertas para que mis berridos se pierdan al aire y porque en cierto modo malicioso, disfruto mostrarle al mundo que me importa un bledo si mi música les parece displicente. Mi pie, sobre el acelerador, lleva la batuta al ritmo de las canciones norteñas.

Me considero una buena persona, excepto cuando manejo. De algo tengo la certeza en este mundo: Si cuando muera voy al infierno, será por mi manera de conducir. Es impensable, no hay cabida para la bondad en mí mientras conduzco. Cómo sería eso posible si todos los días hay algún idiota al que se le ocurre chocar y alentar el tráfico para los que venimos detrás o hay algún zopenco que por estar “chateando” en su celular o distraído con alguna otra cosa, nos hace perder la luz verde, o peor aún, cambia de carril sin intención. Cómo imponer la inalterabilidad de las emociones, si nunca falta el imbécil que decide manejar despacio en la vía de alta velocidad o que decide doblar, sin avisar. “El problema de los pendejos es que son muchos”, me decía confiadamente el maestro Germán, sin pensar que algún día citaría sus sabias palabras entre comillas y a él como el autor.

No es paciencia lo que falta en la vía que considero mi pista de carreras, es que sobra la estupidez en sus calles; es que el tiempo resulta invariablemente medido, por no decir exacto, mientras manejo a una velocidad constante que necesita ser rápida para llegar a tiempo. Es el demonio que pareciera apoderarse de mí al momento que mis manos se posan en el precioso y brillante volante del automóvil: un demonio que no me deja ceder nunca el paso; que me obliga a rebasar con zigzagueos constantes; que me hace recordar la vasta lista de palabrotas ordinarias, impúdicas y pendencieras que me sé; que me hace olvidar a la buena cristiana, que cuando estoy fuera del automóvil, intento ser. Un demonio que la colgante crucecita de San Benedicto de mi moderno celular bebería exorcizar, a como dé lugar.

Creo que Bart Simpson, aunque de filosofía poco profunda, siempre resultó un personaje sensato: “La última esperanza de un bribón, es la fe”. Puede que Bart tuviera razón. Por eso, pienso que debería tomar algunas precauciones como usar un escapulario ya que promete al devoto mariano corta estadía en el purgatorio después de morir; pienso que debería encomendarme a San Cristóbal porque aunque no soy camionera, manejo como tal; sobre todo, pienso que debería no sólo rezar de vez en vez el rosario que cuelga en mi espejo retrovisor, si no entender que no está ahí nada más para adornar.

No soy una buena persona mientras manejo, excepto en los meses de noviembre. Noviembre con su clima benévolo que no da ni frío, ni calor si no sólo una brisa suave y apacible que relaja y acaricia hasta mi alma, me hace sentir una mujer diferente; me hace sentir que puedo ser una buena ciudadana, ejemplo de una conductora modelo. No es el oficial con su pistola de radar, si no el céfiro de noviembre lo que me hace bajar la velocidad, lo que me hace no sentir esa prisa por llegar de primero o de estar tarde. Es el mes de noviembre cuando me lleno de calma que le doy un respiro a mis pobres compañeros de ruta; cuando deseo que todos los meses fueran como éste para no ser más un producto del ímpetu y la adicción a la adrenalina y la velocidad.

En noviembre cuando manejo sin prisas, cuando canto desentonada y mi pie no sigue el ritmo acelerado de las bandas musicales norteñas, agradezco a mi ángel de la guarda que siempre vuela a mi paso presuroso y se excede, junto conmigo, los límites de velocidad para no desampararme. Toco madera tres veces y doy gracias de estar siempre protegida sea el mes que fuera, sin importar lo atrevido de mis actos al volante y sobre todo, sin importar que a veces resulto no ser siempre la buena persona que debiera.