martes, 26 de mayo de 2009

¿QUIEN DIJO?


El suelo brilla porque esta empapado. Llueve. ¿Quién dijo que Dios llora cuando llueve? ¡Riega! Riega sus campos y sus árboles. Riega sus pequeñas flores; me riega a mí cuando salgo del trabajo y llego al carro que recién mandé a lavar.

El cielo parece romperse y resquebrajarse, cae en forma de gotitas. La tarde esta grisácea del mismo color que era mi perro enorme. Es un gris extraño, color plomo como lo era él. ¿Quién dice que el día está feo porque está sombrío? La tarde esta hermosa mientras llueve y manejo camino a casa. No hay sol, pero hay rayos que caen (¿o suben?) e iluminan el atardecer que oscureció prematuramente. ¿Es que Dios se divierte prendiendo y apagando el interruptor? Tal vez le agrada ver aquellos destellos cargados de energía.

Dios riega y yo corro para llegar a casa y sacar la flor que no riego por flojera, flor que es mía y que es también de Él. “Me pesa el pie”; manejo rápido. Me muevo en la línea rápida de la autopista que nadie usa el día de hoy, voy como pez esquivo que recién huyó de su captor. Pero yo no huyo de nada. Bueno, quizá del trabajo que dejé calles atrás. Manejo rápido porque sé que el policía no me parará con tal de no mojarse. El pez alcanza su libertad, yo la cama. Por eso me aprovecho.

Me aprovecho de la tarde que llueve. Si me mojo un poco más, no me bañaré. Lo prometo ¡Que se bañen los sucios! Dios riega, incluso hasta a los que no quieren. Yo no me atrevo a bajarme del automóvil. El paraguas se quedó olvidado en la cajuela. Muy indicado lugar para un paraguas cuando Dios prende los aspersores y abre las llaves del cielo. Un instinto gatuno florece en mi cuando me toca el agua fría por eso, ya sin prisa alguna, prefiero esperar.

Miro a través del carro la tarde que se moja más y más. La tarde que se inunda. Oigo las gotas que sin descanso se aplastan en el techo. Es dulce música. No hay desorden cuando Dios las lanza. Es música que relaja y obliga a mis ojos a cerrarse. Música suave que me duerme en el asiento del carro. ¿Quién dijo que tendría que alcanzar la cama? Yo me olvido del paisaje hermoso y a la lluvia la escucho de fondo entre mis sueños profundos.

Ya es hora de dormir, por eso acabo la siesta. Dios no llueve más. Quizá se distrajo: olvidó prender las lucecillas del cielo, por eso esta sin estrellas. Yo bajo el paraguas y lo abro sólo para darme el gusto. Lo giro. Tarareo en la noche húmeda: “¡Qué llueva, qué llueva!…” Yo olvido por completo la flor de Dios. También, deliberadamente, olvido el baño. ¿Quién dijo que no se puede estar un poco loco de vez en cuando?